He leído, más bien
devorado, “Bajo la misma estrella” de John Green.
Es un libro precioso.
Tiene humor del que a mí me gusta, natural, como sin intentar hacer gracia.
Trata con naturalidad y realismo el amor juvenil, las relaciones familiares, el
cáncer, la vida y la muerte. Las tonterías con las que nos obsesionamos, lo
temporal y absurdo de lo que hacemos. Todo contado de una forma bonita,
sencilla, hermosa, sin sobrar ni una palabra, ni un párrafo. Es para leerlo
entero y disfrutarlo.
En la primera parte hubo
momentos de carcajada. En el final lloré, porque amigos, los chavales tienen
cáncer, y aunque no hay dramatismos ni pena forzada de esa empalagosa de tele
5, pero sí hay pena.
Los protagonistas tienen
la gran putada de tener cáncer, pero también tienen la suerte de conocerse, de
ser listos, ocurrentes, tener buenos padres y saber pasárselo bien a pesar de
las circunstancias. Yo enamorada de los dos desde el primer capítulo.
Un libro muy
recomendable que me ha hecho pensar en la muerte.
Todos vamos a morir.
Parece obvio, pero no lo pensamos ni somos conscientes realmente de ello.
Supongo que es la propia supervivencia de la especie la que te hace vivir tu
vida como si fuera algo relevante y eterno, cuando no es ni lo uno ni lo otro.
Nunca he tenido depresión ni una vida especialmente difícil, pero recuerdo de muy joven el sentimiento de pensar que si me moría no me importaría. Era un pensamiento con trampa, principalmente porque no tenía pensado morirme. Esa sensación cambió radicalmente el día que me convertí en madre, a partir de ese momento me da pánico pensar que me pudiera pasar algo y qué sería de mis hijos si yo falto. Supongo que me otorgo más importancia en sus vidas de la que tengo. Pero no puedo evitar sentirme una pieza clave para ellos, quiero estar ahí, adelantarme a lo que pueda pasarles, mandarles a la cama antes de que tengan sueño y poner el termómetro si les noto con fiebre. Quiero ser yo misma la que me encargue de todo eso.
Como soy una jodida
afortunada, no tuve relación con la muerte de una forma trágica hasta mis 35
años. Hasta esa edad solo habían muerto mis dos abuelos, ya mayores, ley de
vida.
Pero a mis 35 años murió
de forma inesperada la hermana de mi marido y amiga mía, de 34 años de edad,
con una bebé de 4 meses, y que había estado sentada en mi sofá charlando amigablemente
48 horas antes. Aquello marcó un antes y un después. Cuando llamó mi suegra a
casa, estaba yo sola, los niños y el padre estaban en la biblioteca, así que
fui la que recibió sus llantos de niña pequeña, diciendo cosas que yo no
conseguía entender.
De hecho tardé un buen
rato, ya una vez colgué el teléfono en asimilar la noticia. Entonces el aire
dejó de llegar a mis pulmones con facilidad, empecé a sudar. Era febrero y tuve
que salir en camiseta a la terraza porque me cocía y no podía respirar. Podemos
decir que primero fue la negación y después fue el pánico.
Luego me eché corriendo
a la calle para que mi marido no recibiera la noticia por teléfono en plena
calle con mis dos hijos al lado. Para variar no había oído el móvil, así que
les traje a casa, mandé a los niños a jugar al cuarto y se lo dije. El
reaccionó mejor que yo. Siempre ha sido más sabio para las cosas importantes de
la vida.
Vinieron mis padres a
casa y marido y yo nos fuimos al aeropuerto a coger un vuelo que nos llevara
con el resto de la familia.
Fue un fin de semana
horrible. Cuando te pasa algo así hay un sufrimiento físico. Es la diferencia a cuando empatizas con el dolor ajeno. Cuando lo estás viviendo en primera persona no es solo mental y emocional, te duele la tripa, te pica la cabeza, te sudan las manos. Es todo físico y muy real. Además, a la pena y la incredulidad se le suma el hecho de que la vida sigue.
Tienes que seguir comiendo, duchándote, ves gente riendo, ves chicas rubias
parecidas a tu cuñada con bebés en brazos… En esa época fui consciente de
verdad de lo que era la muerte, y es una puta mierda.